La historia de Alex deja dos moralejas: la primera, algo intrincada, habla de la libertad.
En un futuro (tal vez), donde la violencia parece ser algo de todos los días, crece Alex, terriblemente libre, pero que no sabe el costo de la libertad que posee. Disfruta de la violencia, ama la violencia, disfruta las peleas callejeras en compañía de sus drogos (amigos), violar mujeres y golpear a personas indefensas, pero también ama la belleza, representada por su gusto por la poesía, el lenguaje y la música clásica.
Pero al parecer no entiende lo que es la “libertad” y la confunde con “libertinaje”, disfruta de un modo tan salvaje, sin darse cuenta, o sin querer darse cuenta, de sus excesos.
Después, la misma sociedad que permitió que Alex fuera tan “libre”, le arrebata su ser, lo amolda a una idea preconcebida de lo que debe ser el adolescente, lo limita y lo tortura a su manera, puliendo el diamante en bruto para volverlo presentable. Es ahí cuando Alex deja de ser Alex, y se convierte en una víctima, atrapado entre dos mundo: del que acaba de salir, donde ya no es bienvenido, al que acaba de llegar, dónde no todos lo aceptan.
La segunda moraleja es más simple, más kármica: todo se te regresa, tarde o temprano, lo bueno y lo malo, y muchas veces son las personas menos imaginadas (aquellas a las que dañaste) las que te terminan ayudando o por lo menos demostrando que el proverbial “ojo por ojo” no siempre es válido. Los personajes que afectó durante la primera parte de la película se vuelven recurrentes, después de la “desviolentización” de Alex, algunos para perjudicarlo (como sus supuestos amigos) y otros para ayudarlo a aceptar su nuevo yo.
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